Premio de poesía Certamen Literario Manolita Espinosa de Almagro
PARA MATAR
En la mesilla de noche de papá había una pistola cargada,
yo la vi, junto a otras cosas raras e inusuales para mí:
una pequeña agenda, una cajita con píldoras de azufre,
pañuelos , el crucifijo del ataúd de la abuela
y un marchito azahar de novia.
Mi padre me explicó: esto es una pistola
y está cargada, como había hecho
con sus otros hijos que me precedieron.
Ignoraba qué era aquello, para qué servía,
para qué la quería mi padre, sólo que estaba cargada.
Para matar, me explicó mi hermano mayor,
y yo espiaba la mesilla desde lejos,
con su cajón cerrado,
y pensaba en muertos, en muchos muertos,
en cementerios y cipreses lejanos y campanas
y lágrimas y sentía el frío
de las noches de invierno y todas las pesadillas.
Para matar.
Y, nada más que por eso, ninguno abríamos el cajón,
permaneciendo distantes de ese juez de acero
y aflojábamos la voz al pasar junto al secreto
que los vecinos y la ciudad desconocían.
Jugábamos, comíamos, asistíamos al colegio,
y la pistola continuaba allí, como una serpiente venenosa,
enroscada en su nido, aguardando su presa.
Éramos distintos porque teníamos
cierto terrible poder, aunque no supiéramos
cómo usarlo, contra quién, para qué, por qué.
Cuándo.
En el patio nacían rosas blancas y en los arriates
dormían los gatos, el perro, la tortuga y las palomas
volaban por lo alto y los pájaros se multiplicaban en sus jaulas.
Palpitaba la vida y palpitaba la muerte en el cajón
de aquella mesilla a la que mi madre quitaba el polvo con rutina.
Pasó el tiempo y quizás la pistola,
dotada de una cierta humanidad por mi parte, intuyó
nuestro crecimiento y nuestra indiferencia.
Jamás volvimos a imaginarla, la olvidamos,
olvidamos el miedo, y su dolor,
para mejor existir y dejamos de ser poderosos
e invulnerables, en un acuerdo tácito de adolescente dicha.
Un día mi padre se deshizo de la pistola
y en aquel cajón sólo quedaron las otras cosas,
la agenda, los pañuelos, la cajita del azufre,
el azahar más marchito, junto al crucifijo de la abuela,
y nunca más fuimos distintos, pues con los años aprendimos
que la vida nos dispara en el pobre corazón.
Y aprendimos a morir.
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