Aquí se urdió la historia, entre estos jardines
que el tiempo y sus siniestros ladrillos
han cubierto de extrañeza y de una podredumbre encanecida.
No dejó de esparcir sus plumas el verano
y el pájaro inquilino hizo de la noche
un parvulario de semillas y vientos.
Y el constante sonar de los portones.
Fuimos solo los niños atrapados por un reverso místico
y algo familiar,
el manso cristal para la caricatura, una imagen
que asume la memoria,
que conquista su sitio, su bulevar, el leve tintineo,
el frágil hilo que me une a aquel cielo
y a aquella extremidad nunca desprendida.
Fósiles de susurros y risas en la siesta del padre.
Oscura pretensión el absurdo silencio.
Manaba el agua y en la charca los peces
nos decían adiós y luego regresaban a por migas de pan
y a por luceros vencidos,
las trampas eran tan sabias y tan sin descanso.
De oro el hueco donde los gatos nos nacían.
Qué era aquello de amar si apenas caminábamos,
si pasión y razón volaban junto al polen.
Entre tu boca y el tronco del árbol
no pasaba la luna sin un beso,
sin inventar verdades, mintiendo por la alquimia.
Tejiendo laberintos la araña era más cómplice
que el agua que en tus labios gestara su extravío,
y ese calor rompía hasta en el vientre donde a veces
ocultabas gorriones, como si solo en la hermosura
se encontrara el origen,
secreto de secretos con la justa manía del pecado
que obtuvo su riqueza de soñarte de lejos.
Y si hubo perdón quién lo pidiera
si no tenía más ropa que tus manos y no tenía pereza el exterminio
de esa castidad que sabe del destrozo de las rosas.
Y qué alimento otorgó la efigie del tomillo a una mirada.
Beso por beso, por cerrarme el deseo enumerando instantes de domingo
con el fuego y la lluvia, noble lengua empapando el camino hacia ti.
Estaba la noche tibia de abejorros y de santos de alcobas
y penumbra y de muertos que las ventanas sorprendían
entre algodones.
Y la canción del amo de las nubes y su traje de rayas
y el charol de sus pies siempre en la danza.
Cómo pesaba el roce de tu aliento,
la tintura especial de tu saliva.
Tu pecho entre amapolas convidando a dormir
como ancianos caballos, como animales exhaustos
consumiendo un calor ya sin olvido.
Nadie supo de eso de mirarnos, de acumular comienzos
en la sangre, de ser sombra o reflejo, tormenta
o un boceto de paraíso y rama.
Nadie supo. La realidad cambiaba siendo eterna.
Sombrilla sin papel en el diario. No hubo escarmiento,
aquel poema líquido floreció solo
y sentenció la fe y los años de ceguera.
Quién no guardase pena entre los dientes o las ingenuas horas
en aleteo de lágrimas.
Donde se urdió la historia se esculpió un doble fondo,
duele tanto escapar de la caricia.